1. ¿Cuáles son tus libros preferidos, aquellos que te llevarías a la proverbial isla desierta?
De literatura, ante todo, La Divina Comedia de Dante, Hamlet, Julius Caesar y The Sonnets de Shakespeare, los Canti de Giacomo Leopardi y Las metamofosis y Tristia, de Ovidio.
Luego, Historia de mi vida de Giacomo Casanova, libro en varios volúmenes que fue escrito en francés, pero que yo leí sucesivamente en inglés, en italiano y en castellano con la ilusión de que me hubiera olvidado de algún pasaje y probara la felicidad de leerlo como si nunca lo hubiera leído.
El Quijote al que, como lo tuve que leer obligadamente en la escuela secundaria, lo odié hasta que, por allá por mis cuarenta años, lo releí con tanto entusiasmo que, cuando llegaba la noche, después del trabajo, me decía: “¡Ay!, ¡qué lindo! Ahora viene la hora de Cervantes”. También me produjeron las mismas sensaciones The Life of Samuel Johnson, de James Boswell, y Borges, de Bioy Casáres. Y ya que menciono a estos dos últimos autores argentinos, Ficciones y El Aleph, de Borges, me parecen monumentos de la literatura universal en los que se crean tramas precisas, sin fisuras. Cuando el lector cree que ha llegado al límite de su imaginación, el autor le regala otro giro adicional y sorprendente que lo eleva aún más en el desarrollo del argumento. Casi como si, razonando a partir de una premisa, llegáramos a una conclusión y, enseguida, hiciéramos pie en ella para desplegar otra secuencia lógica hasta alcanzar una cumbre del intelecto aún más alta. En su relato Pierre Menard autor del Quijote, Borges inventó el género cuento-ensayo. A uno le parece estar leyendo una monografía y, luego, se va deslizando hacia el relato literario casi sin advertirlo. Bioy tiene dos o tres libros que también me llegaron muchísimo: primero, la imaginativa nouvelle La invención de Morel que anticipa la inteligencia artificial y los hologramas; después, sus compilaciones de cuentos Historias fantásticas e Historias de amor brindan horas de aguda felicidad al lector y, en algunos pasajes, logra la carcajada, cosa muy difícil de encontrar en el resto de la literatura, ya sea humorística o no.
2. Y si, ya en la isla desierta, te pudieran mandar un baúl por año con otros libros, ¿cuáles elegirías?
De otros autores argentinos, debo mencionar novelas que, quizá por haberlas leído en la adolescencia, dejaron una marca indeleble en mí debido al tema y la curiosidad que me provocaron por conocer historia y lugares caros a mi espíritu. Es el caso de Bomarzo, de Manuel Mujica Láinez, que despertó en mí el ansia de saber más del Renacmiento y visitar Florencia, la Toscana y el Lacio. Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato, me hizo recorrer, en mi primera adolescencia, la ciudad en que nací y que, hasta entonces, no conocía. También con Rayuela, de Julio Cortázar, me ocurrió lo mismo, pero, esta vez, la protagonista fue París y, en menor medida, Buenos Aires misma. Yo, que vivía en suburbios del norte de la ciudad, empecé a recorrer en las páginas de Sabato y Cortázar diversos barrios porteños que nunca había visitado y recuerdo haber sentido el deseo de sentarme en sus bares y sus plazas con el mismo ánimo de turista con que había recorrido Roma o París cuando mis padres me llevaron un par de años antes. También me provocaron esos autores la aspiración –jamás alcanzada luego– de vivir en el ambiente bohemio parisino y de mi propia ciudad de Buenos Aires. De Cortázar, los primeros libros de relatos, Las armas secretas y Bestiario me han cautivado y La vuelta al día en ochenta mundos, con fotografías, pequeños ensayos u opiniones, algún cuento y uno que otro poema, presagió esa velocidad en los cambios de un tema a otro de las aplicaciones que hoy usan los jóvenes en sus celulares.
3. ¿Qué autores peruanos te atraen?
No toda la obra de Vargas Llosa ni quizá tampoco sus más célebres novelas, pero me gustaron mucho La casa verde y Travesuras de la niña mala, porque me resultaron muy entretenidas, además de tener reflexiones profundas y describir las sutilezas de las relaciones entre hombres y mujeres con acabada maestría. También me han hecho pasar lindos momentos literarios La hora azul, de Alonso Cueto, Los gallinazos sin plumas y otros cuentos, de Julio Ramón Ribeyro y, por supuesto, Tradiciones peruanas, de Ricardo Palma. Hay varios cuentos de Fernando Ampuero que he leído con felicidad, también.
4. Eres amante también de la literatura inglesa. Recuérdanos los libros que te vienen a la cabeza.
The Good Soldier, de Ford Madox Ford, me parece una novela excelente por la manera en que va describiendo la evolución de los sentimientos y la forma en que se despliega paulatinamente la trama. Me siento tentado a mencionar The Picture of Dorian Gray, de Oscar Wilde, que es un canto a la apreciación estética de la naturaleza, del arte pictórico y de la mismísima belleza humana, aunque, como es un poco desparejo el interés que produce en el lector a lo largo de sus páginas, no me animo a colocarlo entre las grandes obras de la literatura inglesa. Debo recordar con admiración extática The Black Cloud, del físico Fred Hoyle, sostenedor de la teoría rival del Big Bang, llamada modelo de estado estacionario, que quedó perimida. En The Black Cloud, Fred Hoyle nos va llevando de la mano en el descubrimiento de algunas anomalías en las observaciones de un joven físico inglés para revelarnos que se trata de una nube cientos de veces más inteligente que los seres humanos, capaz de adaptarse para preservar la vida en la Tierra que ella misma estaba poniendo en riesgo por obstruir la radiación del Sol.
5. ¿Tus cuentos y novelas son autobiográficos?
Sin usar la potencia de la respuesta que dio Gustav Flaubert ante una pregunta similar –“Madame Bovary soy yo”–, sí digo que ningún cuento y ninguna de las novelas tienen más que retazos autobiográficos. Alguna escena, alguna frase y ciertas picardías que aparecen en las páginas de mis libros es posible que las haya vivido, pero ni las tramas ni los personajes me representan. Tampoco voy a declarar lo obvio, es decir, que todo lo que escribí lo escribí yo y, en un sentido perogrullescamente banal, toda mi obra es autobiográfica en ese sentido. Cuando he tenido que releer cuentos y novelas para editarlos y corregirlos, me he dado cuenta de que, a veces, hay ciertos rasgos de curiosidad en la narración y en los personajes que reconozco propios. Algo de ese espíritu filosófico de no quedarse con las primeras respuestas a una pregunta o a una cuestión de interés, también han caracterizado pasajes de mis libros y de mi vida.
6. ¿Investigas mucho para escribir sus novelas y cuentos?
No investigo en el sentido de trabajar con dedicación y esfuerzo a fin de escribir sobre un tema determinado, ya sea histórico, fantástico o filosófico. Más bien, me pasa al revés. Leo por placer, y tanto, sobre un tema que me interesa que después se me ocurren maneras de presentarlo bajo una trama literaria. En el caso de los cuentos, intento concentrar la atención sobre una idea o un argumento y, en las novelas, en la creación de personajes. Una vez que empiezo a escribir, como soy consciente de que los detalles banales son importantes para darle credibilidad a la obra, para lograr ese proverbial “suspensión of disbelief”, busco cerciorarme de que en una determinada esquina había un bar que se llamaba de tal manera en la época en que transcurre la narración o que los romanos no usaban gafas y que, para el hombre medieval, las gafas o el tenedor eran adminículos recientemente incorporados a la vida cotidiana de las clases acomodadas.
7. De lo que escribiste, ¿qué cuento, qué poema, qué ensayo o novela prefieres?
La respuesta más amplia es “el cuento, el poema, el ensayo o la novela que más entretenga al lector”. Pero, yendo más al sentido estricto de la pregunta, digo lo mismo que le he escuchado decir a otros artistas, ya sean músicos, pintores, literatos, arquitectos o lo que fueren: lo que más me gusta es lo que estoy produciendo en estos momentos. Para el autor, la obra terminada es un peldaño necesario para producir algo nuevo y continuar expresándose por el placer de hacerlo, de crear, y el interés que le provoca el trabajo que está ejecutando hace que se aboque a él pensando que será su obra cumbre.
8. ¿Por qué te consideras un diletante de la historia, de la filosofía o de la literatura misma?
Porque, en sentido literal, me aboco a estas disciplinas por dilecto, por amor a ellas. No soy profesor ni vivo del estudio o de la práctica de una materia. Simplemente, leo y escribo por placer y en la esperanza de provocar una pizca de entretenimiento en el lector. Pero, en general, el diletante tiene una manera de crear libre de las ataduras de la precisión. Esa libertad, al historiador o filósofo profesional, le resultan superficiales. El diletante ama tanto lo que lee o hace que termina por no tener espíritu crítico respecto a lo que ama. Le parece todo hermoso. Cuando trata un tema, no lo precede de una labor investigadora seria. Por ejemplo, un historiador profesional intentará colacionar los textos de Tácito con los de Suetonio y buscará desentrañar qué hechos mencionados en esas obras son exageraciones o defensas de posturas políticas de los autores. Tratará de dilucidar qué intereses estaban defendiendo y cuáles atacando, pesará las evidencias arqueológicas que hay en relación con algún pasaje de las obras, buscará ubicar la obra en el contexto social, político o económico de la época, etc. Yo, en cambio, me acerco a la historia, a la filosofía, a la literatura y la cultura en general con el ánimo entusiasta del inocente que quiere extasiarse con la belleza estética de las obras. Yo quiero creer que las arengas de Germánico que inventó Tácito son las que realmente aquel dirigió a sus soldados, pretendo, en mi imaginación, que sea verdad que Druso logró, con la sola autoridad de su mano levantada, hacer callar a las tropas que se habían alzado en insurrección contra sus comandantes, y no quiero ser escéptico respecto al heroísmo de la masa de los soldados de Arminio que fue masacrada “hasta que duraron la ira y el día”. Soy un cándido, un crédulo lector diletante que prefiere gozar de la belleza de esta frase de Tácito que ponerla en duda.
9. ¿Cómo ha hecho para combinar literatura y trabajo?
La pregunta, no por frecuente, es menos acertada. Hay varios matices a destacar. En primer lugar, me han divertido siempre los trabajos con los que me he ganado la vida y la literatura me ha entretenido y provocado placer estético, mucho más al leerla que al escribirla. En resumen, se ve que me gusta la belleza (frase un tanto tautológica) y me gusta “generar mundo”, producir cosas. Ya sea en los negocios como en las letras, me complace haber hecho un aporte infinitesimal, de una fracción de milímetro, al mobiliario del Universo. De modo que nunca tomé a las actividades que me han hecho ganar la vida como una carga, sino como una fuente de alegría y placer. En cuanto a la literatura, debo decir que la acometí siempre como quien se arroja en un manantial de entretenimiento y, sobre todo, de embeleso estético. Lo primero lo he logrado toda vez que leo un libro “que se deja leer solo”, armonioso y con un argumento o delineación de personajes bien logrados. El embeleso estético es más difícil de encontrar, pero siempre que leo a Dante, a Shakespeare, a Borges, a Tácito, a Leopardi o a William Prescott mismo, sé que me van a regalar un éxtasis superior de belleza artística. He encontrado en otros autores aciertos hermosísimos, como, por ejemplo, en muchos de los relatos de la Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, en la mayoría de los cuentos de Edgar Allan Poe y de Herbert Wells, en el poema Maternità de Cesare Pavese, en Propercio, en diversos escritos de Samuel Johnson, en Petrarca y en Keats, pero en Dante, Shakespeare, Borges, Tácito, Leopardi y William Prescott sé que, en cualquier página de sus obras que se presente ante mi vista, estoy seguro de que leeré líneas que me harán exclamar un extático “¡Oh!”.
10. Has tenido seis hijos, has escrito libros, ¿has plantado un árbol?
Mucha gente del ambiente de trabajo, amigos, parientes y conocidos del ambiente social, suelen hacerme esta pregunta que, supongo, recibirán también otros autores. Mi respuesta es sí, en la puerta de mi casa de Lima he plantado, con pico y pala y la ayuda del jardinero, dos árboles, cosa que hice con toda la intención de cambiar la respuesta que venía dando durante los veinte años anteriores. Siempre decía que me faltaba plantar un árbol. Ahora, puedo afirmar, sin orgullo alguno, que he contribuido a aumentar la flora de la Tierra, sabiendo que a algún futuro comprador de la vivienda que habito le pueden resultar incómodos esos árboles porque prefiere usar ese espacio para estacionar su auto y, sin resquemor, talará mis aportes a la vegetación y a la inmortalidad. En cuanto a los hijos, los seis que tengo, los he tenido con plena intención y ganas de ser padre. Todos ellos han sido y siguen siendo aún, una fuente inmensa de felicidad para mí y, además, mi hija mayor, me ha dado un yerno ideal, de esos que cualquier suegro elegiría, y cuatro nietos a los que me encantaría ver más, pero que, por la distancia que nos separan (ellos viven en Buenos Aires y yo, en Lima) solo veo tres o cuatro veces por año y casi todos los días en redes sociales y fotos que me manda mi hija. Últimamente, cuando me hacen la pregunta de rigor respecto a mis ansias de perpetuidad a través de lo que, el día que empiece a “mirar las raíces de abajo”, quedará de mí sobre la superficie de la Tierra, suelo contestar, en broma, que, de lo que más me enorgullezco, es de haber creado cinco o seis TikToks humorísticos y que estos constituirán el corpus principal de mi obra. Y, ya que estamos en tema, quisiera recordar una ingeniosa frase de Bioy Casáres que leí en una entrevista que le hicieron, en la que le preguntaron si se sentía feliz de que sus libros lo sucederían por muchos años y, quizá, siglos. Resignadamente, Bioy respondió: “No, para nada. No creo que a las cenizas de Shakespeare le importen mucho que Hamlet sea una obra inmortal de la literatura” o algo por el estilo. Yo pienso lo mismo, Como soy ateo, no creo en la inmortalidad del alma y, en consecuencia, por definición, me será indiferente lo que ocurra desde el último instante en que esté consciente hasta el último segundo del Universo. Es más, muchas veces digo que, hoy – pero, por lo que acabo de apuntar, no después de muerto–, me reconforta que algún tataranieto, quizá, lea algo de lo que escribí y diga: “Mirá las cosas que se le ocurrían a este antepasado mío”. Y también, por el contrario, me da una pequeña dosis de desconsuelo pensar que hay personas, no muchas, que quizá hubieran podido gozar de algún cuento, a lo mejor un poema o alguna novela que escribí y que, por falta de difusión, no alcanzarán sus ojos. Pienso en un ignoto filósofo, un desconocido profesor de historia romana, un anónimo amante del medioevo, un aficionado a la literatura fantástica o un lector de cuentos de amor.
11. Italia está presente en todo lo que usted ha escrito. ¿De dónde viene esa admiración?
Primero, mi padre es italiano y mi madre, si bien nacida en argentina, era tercera generación descendiente de italianos. O sea que, mi “linaje” es completamente italiano. Digo mi “linaje”, así, con comillas humorísticas, porque no desciendo de gente noble, sino de campesinos y pobres viñateros (“pestare”, en italiano, quiere decir “machacar” y, por lo tanto, mis antepasados remotos tienen que haber sido machacadores (“pestarini”, en plural) de uvas. Hace ciento cincuenta años, cuando Italia –pese a ser la cultura, seguida de la americana, la francesa y la española, más destacada y conocida del mundo– hacía muy poco que había logrado su unidad, que alcanzó en 1861. Mi bisabuelo paterno emigró, en los años ’80 del siglo XIX, por falta de oportunidades y, tal vez, hambre a un país próspero y de moneda fuerte como la Argentina de ese entonces. Mi bisabuelo se “hizo la América”, como se suele decir, y a los cuarenta y cinco años, en 1905, volvió a vivir a Génova, donde dio educación universitaria a sus seis hijos y vivió de rentas hasta su muerte en 1930. Está enterrado en el Staglieno. Empezó siendo panadero en Buenos Aires, después puso una fábrica de galletitas y, finalmente, la vendió, volvió a su patria y con el producido de la venta no trabajó más hasta su muerte a los setenta años. Mi abuelo, el hijo mayor, tuvo la mala idea, según contaban mis tías abuelas, de dilapidar la modesta fortuna de mi bisabuelo y creyó que, volviendo a la Argentina, tendría la misma suerte de su padre. No fue así. Vivió en la pobreza –digna, pero pobreza al fin– en conventillos porteños, y después de que terminara la crisis de 1930, salió a flote. Mi abuela paterna sufrió mucho y, cuando éramos chicos, añoraba constantemente lo bien que le había pasado en Italia y lo mucho que sufrió en Buenos Aires cuando tuvo que emigrar con mi abuelo y su único hijo (mi padre) en 1929. En mi casa se respiraba Italia, desde el amanecer hasta la hora de irse a dormir, con bocanadas profundas y nostálgicas. Cuando a mi padre le empezó a ir bien, nos llevó en viajes larguísimos, de dos o tres meses cada uno, a Europa. Al menos un mes o más recorrimos toda Italia en cada viaje y quedé deslumbrado por su belleza y las distintas capas de cultura que se podían apreciar en esa tierra maravillosa: la griega en el sur, la romana en toda Italia y en Europa, la medieval en Génova, Florencia, Roma, Viterbo, Siena y Venecia, la renacentista en Florencia y Roma, la moderna e industrial, gracias al Plan Marshal y al propio empuje empresarial de los italianos, en Milán y Turín. Aquellos viajes y el hecho de que mis padres me mandaron a estudiar italiano en el Centro Culturale Italiano de Olivos, en Buenos Aires, me marcaron a fuego. En este último colegio, tuve una profesora, de quien recuerdo solo su nombre de pila, Carla, que amaba a Dante y que, a pesar de que yo era un niño de once o doce años, se las ingenió para que pudiera apreciar la poesía incomparable de La Divina Comedia y el contexto histórico de cada Canto. Después, como la cultura alimenta a la cultura, cuando uno conoce un poco de historia o de arte, quiere conocer más. De allí que, con el tiempo, cualquier artículo de historia o literatura italianas, cualquier libro, museo, monumento o escultura itálicos que llegaba a mis ojos o mis manos, lo absorbía naturalmente. Casi sin esfuerzo, recordaba fechas, lugares y nombres porque los podía relacionar con lo aprendido anteriormente. Más tarde, de 1982 a 1984, tuve la suerte de vivir en Milán y, de 2011 a 2012, dos años más en Florencia. Esta es una larga respuesta a una pregunta breve que me hacen frecuentemente, pero he intentado marcar los hitos fundamentales que me llevaron, no solo a admirar, sino a adorar a Italia de tal manera que, un día, cuando unos amigos italianos, durante una cena en Milán, me preguntaron qué significaba Italia para mí, les respondí: “Italia ha sido mi novia de toda la vida”.
12. Estudiaste filosofía y se nota que algo de esos estudios han destilado en tus novelas y cuentos. ¿De dónde proviene esa afición por la filosofía?
Siempre me gustó la filosofía, desde que leí por primera vez, cuando tenía dieciséis años, los Ensayos filosóficos de Bertrand Russell. No sé cuánto habré entendido a esa edad, pero sí sé que el libro me hizo pensar y ver ciertos aspectos de la historia, del lenguaje y de la noción de verdad que me influyeron durante toda la vida. Bertrand Russell murió en 1970 y, lo recuerdo, mi padre me dijo: “Se murió el último hombre universal”, lo que me llenó de curiosidad por entender mejor cómo ese hombre, que revolucionó, junto a Frege, la filosofía de la lógica y de la matemática, que junto a Alfred Whitehead redujo la matemática a la lógica, que fue una persona comprometida con la realidad cotidiana, que obtuvo el premio Nobel de literatura por lo bien que escribía, había logrado abarcar tantas áreas de conocimiento y con tanta profundidad. Algo de esto recogí en uno de los personajes de mi novela Pasan cosas. Cuando el banco para el que trabajaba en Buenos Aires me mandó a Londres, la London School of Economics me había aceptado para hacer un Master en Logic and Scientific Method y mi aspiración era poder trabajar y estudiar a la noche esa rama de la filosofía que tanto me apasionaba. El tutor que me habían asignado, en la primera entrevista, me dijo que, para él, no era posible trabajar y estudiar, como yo lo había hecho en mi carrera de Contador Público Nacional en Buenos Aires y, entonces, me aboqué a buscar una universidad en Londres que me permitiera estudiar por la noche. Así llegué al Birbeck College y me aceptaron, pero no para hacer un Master, sino para empezar de cero. Como me gustaba la filosofía y no el título universitario, acepté y recuerdo que a David Hamlyn, el director del departamento de filosofía del Birbeck College, le pareció un acto muy loable de renunciamiento, demostrativo de mi amor por la filosofía, el haber sacrificado la posibilidad de obtener un Master Degree en la London School of Economics, que tenía y tiene aún hoy un prestigio inmenso porque allí enseñaron Karl Popper, Paul Feyerabend y otras figuras insignes de la filosofía mundial. El hecho es que estudié un año en el Birbeck College, no me gradué y, cuando volví a Buenos Aires, por recomendación de uno de mis profesores, Mark Plaats, me incorporé, gracias a la generosidad de Eduardo Rabossi, a SADAF, Sociedad Argentina de Análisis Filosófico, un grupo maravilloso de filósofos de orientación analítica anglosajona de Buenos Aires. Allí concurrí a seminarios y conocí a Diana Pérez, de quien aprendí mucha filosofía del lenguaje y de la mente, pero no la quiero responsabilizar de mi carencia de comprensión de lo que ella me enseñó. Con el correr de los años, perdí algo de aquel amor por la filosofía y, me pareció darme cuenta de que, si uno quiere llegar a comprender lo mejor posible o retratar de la manera más fidedigna que sea dable esperar lo que ocurre en el Universo, debería dedicarse a estudiar mucha matemática, mucha física, química y biología. Y es probable, que con las dos primeras alcance.
13. ¿Por qué no escribes una novela “comercial” sobre el ambiente de los negocios o sobre fútbol, deporte este último que te apasiona?
La respuesta a esta frecuente pregunta es simple: “porque no me sale”. Me gustaría tener la capacidad de escribir algo que se venda mucho, porque, en última instancia, será porque a la gente le entretiene su lectura. Pero el éxito comercial está muy relacionado con la publicidad boca a boca (porqué se dice “boca a boca” y no “boca a oído” es un misterio indescifrable para mí), con la pertenencia a un ambiente académico o, al menos, de hombres y mujeres de la cultura, con la profesión editorial o la práctica periodística. En esos ámbitos, habrá otros escritores que leerán tu obra, la comentarán o la recomendarán. Yo no formo parte de esos ambientes ni los he cultivado. Respecto al círculo de los negocios, es un ambiente lleno de gente inteligente y a veces inescrupulosa. Pero también hay mucha superficialidad cultural acompañadas de maneras de actuar brillantes que, quienes las ejecutan, no las logran explicar porque, posiblemente, sus métodos sean instintivos y no consigan ponerlos en palabras. Lo más cercano a una literatura del ambiente de los negocios, es la novela que estoy escribiendo ahora, pero no quiero revelar su contenido. Baste decir que está situada en la Florencia del medioevo, que es como decir el centro financiero del mundo de aquella época, algo así como la New York actual o, como le gustaba ironizar al Papa Bonifacio VIII, en esa época, Florencia era el quinto elemento del mundo. En cuanto al fútbol, me apasiona es cierto, pero soy tan fanático de Boca que, cuando juega mi equipo, no sé apreciar el juego. Simplemente, hincho por mi equipo y, con total falta de imparcialidad, me parece que, cuando pierde, a Boca lo perjudican manos negras e indecentes, mientras que, cuando gana, es porque tiene el mejor equipo del mundo y porque “Boca es Boca” – una frase tautológica que, lógicamente, solo afirma la identidad o, simplemente, quiere decir que algo es algo y que el color blanco es blanco, pero que, en el caso mi equipo, significa que, si Boca juega mal y gana, es porque tiene muchas agallas. Ya llegará el día en que me lance a escribir sobre esos mundillos tan peculiares de los negocios y del fútbol, pero, al enamorado de la literatura y del fútbol, le recomiendo, mientras tanto, el cuento breve y humorístico de Borges y Bioy Casáres, Esse est percipi, que, inspirándose en el idealismo de George Berkeley, escribieron a cuatro manos bajo el pseudónimo Honorio Bustos Domecq y que aparece en las Crónicas de Bustos Domecq.
14. ¿Qué libros no literarios te han impresionado?
Ensayos filosóficos, Historia de la filosofía occidental, Human Knowledge y La evolución de mi pensamiento filosófico, todos de Bertrand Russell que, además de una mente profunda y creativa, tenía un modo de expresarse ameno y con seco sentido del humor. De otros autores, Darwin Dangerous Idea, de Danniel Dennett, The Selfish Gene, de Richard Dawkins, Guns, Germs and Steel, de Jared Diamond, Big History, de David Christian, The Mating Mind, de Geoffrey Miller, Il capitalismo ha i secoli contati, de Giorgio Ruffolo, The Age of Turbulence, de Bernard Greenspan, The Fabric of Reality, de David Deutsch, Descartes’ Error y The Feeling of What Happens, de Antonio Damasio, Phantoms in the Brain, de Vangipuran Ramachandran, The Voyage of the Beagle, de Charles Darwin, The Mind’s Past, de Michael Gazzaniga, A Neurocomputational Perspective, de Paul Churchland, el Menon y el Symposium, ambos escritos con belleza literaria, de Platón, How To Do Things With Words, de JL Austin, y Pragmatism, de William James.
15. También te gusta la historia. ¿Qué libros recuerdas de esta disciplina?
Los de los historiadores literatos, entre los que descuellan, para mí, Historia y Annales, de Tácito, las Epístolas, de Plinio el Joven, Decline and Fall of the Roman Empire, de Edward Gibbon. The History of Conquest of Peru y The History of the Conquest of Mexico, me parecen libros en los que su autor, William Prescott, alcanza las más altas cumbres de la estética retórica. Cada frase parece trabajada con lima para convencer al lector de un punto de vista tanto por la argumentación como por la belleza de sus frases. Además, Prescott concatena los hechos históricos de manera que el lector pueda concebir con acabada idea, por un lado, el heroísmo, la osadía y las dudas que asaltaron a los conquistadores en los momentos más difíciles, y por el otro, los motivos personales, políticos y militares que los indujeron a tomar las decisiones que tomaron. También describe la confianza inicial de los adalides de los conquistados y, más tarde, el orgullo y el temor que tuvieron a medida que se fueron dando cuenta de que no podían hacer frente a la fuerza de las armas de los vencedores. Agrego a Bernal Díaz del Castillo, que, en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, describe la conquista de México con una combinación rara de admiración por Hernán Cortés, su heroico conductor, y un dejo de tristeza que no declina jamás al resentimiento, por no haber sido reconocida debidamente su participación en la conquista.
16. Coméntanos otras preferencias literarias que te vengan a la mente.
Así, de golpe, La coscienza di Zeno y Senilità de Italo Svevo, Il Gattopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. As I lay dying, de William Faulkner, contada por múltiples narradores, me pareció una obra cumbre de la literatura americana. También hay novelas escritas con un solo chorro de tinta que me parecieron interesantísimas y, una vez empezadas, no se pueden dejar de leer, como The Catcher in the Rye, de J.D. Salinger y El sobrino de Wittgenstein, del autor austríaco Thomas Bernhard. De la literatura francesa, brilla por encima del resto, para mí, La educación sentimental, de Gustav Flaubert, novela en la que se exploran las emociones y sentimientos de mujeres y hombres con una hondura única. Y, si sigo con el desorden que la pregunta provoca, me arrepentiría si no nombrara a The Great Gatsby, de Scott Fitzgerald y la Antología de la literatura fantástica, compilada, editada y traducida por Borges, Bioy Casáres y Silvina Ocampo, las compilaciones de cuentos de Edgar Allan Poe y Herbert Wells, y varios libros de Stefan Zweig, entre los cuales destaco la nouvelle El ajedrez. No me quiero olvidar de The Way We Live Now, de Anthony Trollope, que nos sumerge en la época victoriana de Inglaterra, con sus ambiciones desmedidas y la hipocresía de ciertos aristocráticos personajes. Si en las manos de un lector imaginario cayeran las novelas Robinson Crusoe y Moll Flanders, de Daniel Defoe, le recomendaría que no las suelte hasta acabarlas. El polaco de nacimiento Joseph Conrad, en An Outpost of Progress y su versión más larga Heart of Darkness, escribió una de las mejores muestras de la literatura británica. The Shadow Line es relato de un hombre de mar que, por primera vez, tiene que asumir el comando de una nave donde Conrad describe la soledad del poder y las decisiones que se deben tomar con incertidumbre. No sé cómo no es lectura obligatoria, junto a Night Flight, de Antoine de Saint-Exupery, en los cursos de management de Harvard. Pero volviendo a Conrad, no quiero dejar de lado The Secret Agent, una de sus pocas obras que no transcurre en el mar o con el océano de trasfondo. Rudyard Kipling ha escrito tramas perfectas y bellísimas, como The Finest Story in the World que, sin duda, hace honor a su título y la muy reticente autobiografía Something of Myself, en la que omite mucho más de lo que cuenta de su vida.