Este relato, epónimo de mi libro de cuentos, es uno de los más fantasiosos que se me han ocurrido. Oscila entre el cuento fantástico y la ciencia ficción y, si no recuerdo mal, fue tratándome de explicar porqué las crisis financieras globales se propagan de la manera que lo hacen que me vino la idea a la cabeza. En las crisis financieras internacionales, millones de personas con intereses diversos –a veces colaborativos, otras en pugna– parecen ponerse de acuerdo para tener un único sentimiento general. En la más grande de las que yo tengo memoria en vida –la de 2008– noté que había causas inmediatas y remotas, como la caída de Lehman Brothers o la exagerada extensión de créditos inmobiliarios en Estados Unidos y en otros países europeos, particularmente España. En un instante, los mercados se desploman, son todos vendedores y no se encuentra ni un solo comprador. Tiene que haber algo en los cerebros de esos millones de personas que los hace, primero, sentir de una manera visceral que deben huir y, luego de la estampida, justificar casi todos lo que ocurrió con explicaciones en una sola dirección: la que “inevitablemente” tomaron los sucesos.

“¿Dónde están esos sentimientos? ¿Dónde se alojan esas ideas?”, me pregunté. “Sin duda, en el cerebro o, mejor dicho, en todos los cerebros de los hombres, para ser apenas más preciso, en ese compendio mutuamente relacionado de cuerpo, cerebro y sistema nervioso. En el cerebro se producen trillones de combinaciones en forma simultánea y, por más que pudiéramos identificarlas, no seríamos capaces de calcular sus posibles probabilidades porque no existiría ninguna computadora secuencial de las que existen hasta ahora capaz de realizar una sucesión gigante de algoritmos que permitan, en un tiempo finito, obtener los resultados de esos cálculos. No obstante, ya existen algunos prototipos de computadoras cuánticas que son capaces de hacer cálculos simultáneos, como los que produce el cerebro humano.

En el año 2000, asistí a una conferencia internacional sobre la consciencia en Tucson, Arizona. En el evento, que se produce cada dos años, participan unos mil neurocientíficos, filósofos, psiquiatras, psicólogos cognitivos, físicos, matemáticos, especialistas en inteligencia artificial y, también, algún caradura como yo, que soy un mero Contador Público Nacional recibido en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires. Allí escuché hablar, por primera vez, del desarrollo de la computación cuántica que se estaba realizando en distintos países. Hoy, basta buscar en Amazon “Quantum Computing” para que aparezcan cientos de libros dedicados a esa disciplina. En aquel entonces, había solo artículos especializados escritos por especialistas para especialistas. Durante la conferencia de un profesor australiano, cuyo nombre no recuerdo bien (creo que se llama David Milford), no pude entender, por falta de preparación en matemática y en física, cuál era el mecanismo de programación y los cómputos que realizaban esas computadoras cuánticas; pero me enteré de cuál sería el más revolucionario uso que se podría hacer de ellas: la capacidad de superar la “lentitud” de las computadoras de cálculos secuenciales realizando inmediatos cálculos en simultáneo, al estilo de los que se producen en el cerebro cuando los axones de nuestras neuronas secretan determinados neurotransmisores a las dendritas de otras. A estos trillones de secreciones simultáneas nosotros solemos conocerlos con nombres muy simples que engloban un número inmenso de interacciones. Los llamamos sentimientos, emociones y pensamientos, pero también percepciones, visiones, música, conceptos y palabras.

La primera idea, entonces, en la que se basa el cuento es la de poder calcular números inmensos de configuraciones cerebrales. Sé que a algunos les gustará conocer la anécdota de porqué a estos números inmensos se los llama “googol” (no Google), así que la voy a contar. A los que no, podrán saltar el próximo párrafo.

Empiezo por una anécdota dentro de la otra. Siempre quiero saber qué libros les gustaron a los autores que admiro. Borges, que está entre los primeros de estos últimos, compiló, a instancias de una editorial, las obras que más lo impresionaron en su vida, ya fuera por su belleza o por incitar su imaginación, o por ambas propiedades a la vez. Entre estas, eligió Matemáticas e imaginación, de Edward Kasner y James Newman. Cuando lo leí, no me desilusionó. Más que un libro de matemáticas es uno de divulgación matemática y, en él, aparece por primera vez el nombre “googol” para mencionar los números mayores a 10100, o sea el número 10 elevado a la 100. Para tener una imagen de lo que representa este número, muchos nos invitan a escribir el número 1 seguido de 100 ceros más hacia la derecha, pero a mí me gusta repetir el cálculo (que no sé quién habrá hecho ni bajo qué premisas) de que todo el Universo contiene 1080 átomos. Es decir, que, sabiendo que el Universo está compuesto de materia en la forma de estrellas, planetas, galaxias, seres humanos y océanos, y que la materia se puede descomponer en átomos, si pudiéramos contarlos, llegaríamos a obtener un número menor que un “googol”. Hoy, nos sorprendemos si, en un día, alguien no entró a hacer una búsqueda en Google, pero pocos saben que quién inspiró a Larry Page y Sergey Brin, los fundadores de Google, a elegir ese nombre fue un niño de nueve años llamado Milton Sirotta, nacido en 1911 y sobrino de Edward Kasner. Milton Sirotta vivió ochenta años y, da cierta melancolía advertir que nunca supo que el término que él acuñó sería epónimo de la plataforma de búsqueda casi universal que todos usamos. Dicen que a Milton Sirotta se le ocurrió el nombre porque solía leer una tira cómica en la que había un personaje llamado Barney Google.

Hecho este excursus etimológico, vuelvo a la segunda idea en la que se basa mi cuento Números inmensos. Cuando el fabricante de, digamos, una licuadora, ve que su competidor vende más licuadoras que él y escucha que el producto de su colega es mejor que el suyo, no puede ir a preguntarle a su contrincante comercial cuál es el secreto de la exitosa licuadora. Entonces, lo más probable es que le encargue a un mecánico de su planta que haga “ingeniería inversa”, es decir, que desarme pieza por pieza la licuadora de su competidor para ver cómo se fabricó, con qué materiales, piezas y chirimbolos y cómo los dispuso dentro de su producto. Luego, cuando descubre la diferencia con la licuadora de su producción, imita a la de su colega, le cambia un poco el diseño y, si tiene el dinero suficiente, hace un relanzamiento. Si, además, tiene suerte, le irá bien y eliminará la ventaja de su rival. Bueno, en mi relato, lo que intento es que el personaje principal explique que las computadoras cuánticas han permitido a los científicos de avanzada realizar “ingeniería inversa” de los cerebros de artistas y literatos. Una vez logrado este propósito, cualquiera, con la ayuda de aquellas computadoras, podrá crear la obra que esos artistas nunca llegaron a producir. De estas capacidades científicas se valen los seres humanos para gozar de nuevos cuadros de Caravaggio y nuevos poemas de Shakespeare. O, en otras palabras, de la obra que nunca llegaron a producir en vida.

Al lector de Borges, no se le escapará que Números inmensos tiene resonancias directas con uno de los cuentos de ese raro argentino cuya obra perdurará milenios. No hay página escrita por él que no haya sido leída por mis ojos, así que su brevísimo relato La memoria de Shakespeare tiene que haber estado merodeando por mi cerebro cuando escribí mi cuento, pero, en aquellos días en que lo redacté, no lo supe. Podría haber reconstruido el cerebro de Dante, a quien admiro, leo y releo tanto o más que a Shakespeare, pero, quizá porque estuviera recitando un soneto de este último o vaya a saber por qué, elegí a Shakespeare.

Cuando releí La memoria de Shakespeare me percaté de que Borges buscó en ese relato describir la opresión que puede traer a una persona tener la propia memoria junto a la de otra y, cada tanto, confundirse, no saber si lo que estamos recordando es la cara de una mujer que vimos en Buenos Aires o de otra a la que conocimos en la ribera sud del Támesis hace siglos. Lo que se me ocurrió a mí pretende hablar de las innumerables y hermosas consecuencias de lograr la infinita belleza literaria de Shakespeare o la pictórica del Caravaggio. Si conseguimos reproducir mecánicamente sus cerebros, podremos crear cuantos sonetos y cuantos cuadros de ellos queramos hasta el fin de los tiempos. La belleza, que algunos les parece una propiedad escasa en el mundo, yo creo que abunda en toda esquina de Lima o de Roma, o en la letra de una canción popular. Pero no es tan común recibir la exaltación estética de Shakespeare y, poseerla, sería probar si podemos vivir en ese continuo estado de exaltación o si sucumbiríamos agobiados de belleza.

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